lunes, 15 de octubre de 2018

De tragedias y de tele novelas

Alejandro Mario Fonseca
Me acuerdo muy bien, fue cuando cumplí 14 años. Ese día recibí de mi padre un regalo que me hizo sentir adulto: la biografía de María Antonieta escrita por Stefan Sweig. ¡Qué libro tan encantador! Salvo la introducción, la novela resultó toda una delicia.
Medio año después, ya como estudiante de preparatoria volví a leer a Sweig. Fue la primera tarea de la materia de Geografía: Conquistador de los mares: la historia de Magallanes. Tiempo después leí algunas otras de sus biografías, todas apasionantes: recuerdo sobre todo la de Fouché, el genio tenebroso, y la de Nietzsche.
Pero regresando a la biografía de María Antonieta, lo primero que quiero comentar es que en mi primera lectura la introducción me resultó muy difícil, al grado de que estuve a punto de no leerlo. Pero se trataba de mi primer “libro para adultos”, así que era una obligación leerlo.
Ya entrado en el primer capítulo todo fue “miel sobre hojuelas” y no tardé más de una semana en leer el libro completo. El problema era que la introducción resultaba muy  avanzada para mi corta edad.
 Y es que la introducción es toda una obra de arte de psicología profunda y de un gran conocimiento de la historia.

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 La Revolución Francesa
Con una gran maestría Sweig nos explica el profundo significado de la tragedia que se agiganta cuando los retos históricos se ciernen sobre el alma atormentada de un ser “normal”: la reina María Antonieta.
Se trata de una mujer “común y corriente”, pero dotada de un gran carácter, desconocido para ella misma debido a su origen aristocrático. La “niña reina” vive treinta años de fantasía, de abundancia y desparpajo. Hasta que la Gran Revolución y su exigencia de chivos expiatorios al más alto nivel, la obligan en sus últimos momentos a mostrarse en toda su grandeza.
En palabras de Sweig: Para herir a la realeza, la Revolución tenía que atacar a la reina, y en la reina, a la mujer. Ahora bien, veracidad y política habitan raramente bajo el mismo techo, y allí donde se traza una imagen con fines demagógicos, es de esperar poca rectitud de los siervos complacientes de la opinión pública.
No se ahorró ninguna difamación contra María Antonieta, ningún medio para llevarla a la guillotina: todo vicio, toda depravación moral, toda suerte de perversidad fueron atribuidos sin vacilar a la “loba austriaca”, en periódicos, folletos y libros.
Pero María Antonieta no era ni la gran santa de la monarquía, ni la perdida, que la Revolución necesitaba ver. Por eso es que tanto acusadores como defensores se contradicen mutuamente del modo más violento.

Si no hay pan que coman pasteles
Según una de las leyendas más contadas, cuando la Revolución estaba a punto de estallar y la tensión ya era preocupante, el pueblo se arremolinó en torno a Versalles para hacerle saber a la aristocracia, a voz en grito, que no tenían ni harina ni trigo para poder hacer pan.
Y fue entonces cuando María Antonieta dijo aquello de:
Si no tienen pan que coman pasteles. Como es lógico, el dicho no fue bien recibido por el pueblo que se encendió aún más contra el poder. Nadie sabe cómo oyeron a la reina o cómo supieron lo que había dicho, pero en cualquier caso no importa porque es poco probable que lo dijera.
Y es que en el fondo del escenario siempre está la Gran Revolución y sus exigencias. Sweig es contundente: La tensión trágica no se produce sólo por la desmesurada magnitud de una figura, sino que se da también, en todo tiempo, por la desarmonía entre una criatura humana y su destino.
Me vuelve a resultar delicioso releer ahora ya de viejo la biografía de María Antonieta de Stefan Sweig. Pero lo invito amable lector a que reflexionemos sobre los continuos desfiguros en los que nuestra minúscula aristocracia, nuestra clase política, suele caer en estos tiempos aciagos que nos tocó vivir aquí en México.

De la “casa blanca”…
A manera de ocurrencia descabellada permítame comparar la personalidad y carácter de María Antonieta la última reina de Francia con los desfiguros de dos  destacadas mexicanas: Angélica Rivera y Dulce María Silva.
Y así como hay un gran abismo entre la protagonista de la gran Revolución Francesa y las de la  transición política mexicana, también lo hay entre las fuentes en las que me apoyo: no son lo mismo las biografías de Stefan Sweig que los reportajes de la revista ¡Hola!, la revista de la aristocracia, la del corazón, la más vendida de España.
Y aun cuando nuestra aristocracia resulta light (para decirlo con suavidad) comparada con la europea o la gringa de nuestros días, no deja de ser aristocracia, al menos en sus pretensiones y ostentaciones. Y si el signo de la reina María Antonieta devino en tragedia, los desfiguros de Angélica y Dulce María devienen, al menos, en tele novela.
Y sí, ahora parece de telenovela, pero hay que recordar que el caso de “La casa blanca de Enrique Peña Nieto” lo descubrió Carmen Aristegui a raíz de una entrevista que le hiciera la revista ¡Hola! a Angélica Rivera en mayo de 2013.
Rivera se mostraba más que presumida, amorosa con su familia: “En nuestra casa llevamos una vida lo más normal posible. Les he hecho saber que Los Pinos nos será prestado sólo por seis años y su verdadera casa, su hogar, es esta donde hemos hecho este reportaje”.

…a la boda de “Lady Langosta”
Después vendría la investigación de Aristegui que descubriría que el presidente Peña poseía una casa en Las Lomas, DF, con valor de USD 7 millones. Construida a su gusto por Grupo Higa, una de las empresas que ganó la licitación de tren México- Querétaro, y que levantó obras en Edomex, cuando Peña fue gobernador.
Y ahora resulta que el ungido presidente electo Andrés Manuel López Obrador fue el invitado de honor a la millonaria boda de uno de sus principales colaboradores Cesar Yáñez con la empresaria poblana Dulce María Silva. Y el evento también lo cubrió la revista del corazón: ¡Hola!
Parafraseando a Guadalupe Loaeza “Cherchez la femme..., dicen los franceses cuando quieren dilucidar un crimen”. Y es que tanto en la entrevista de Angélica como en el reportaje  de la boda de Dulce María, se trató de dos mujeres, una esposa y una novia, que le presumían al mundo su felicidad.
Pero hay que distinguir entre los dos casos. AMLO sólo fue un invitado, “yo no me casé” se apresuró a declarar. Sin embargo, el problema de fondo es que se trata del presidente de la austeridad y diga lo que diga, no supo cuidar las formas: quedó embarrado entre lujos y ostentaciones.

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