Alejandro Mario Fonseca
La prudencia es una de las cuatro virtudes cardinales de la Antigüedad y de la Edad Media. Según André Comte-Sponville se trata de una clasificación que incluye la fortaleza (o fuerza del alma), la templanza y la justicia se remonta a los presocráticos (siglo VI a. de J. C.).
Ya con Platón aparece en La
República y en el diálogo Leyes.
Se hace clásica con los estoicos y más tarde es introducida por Cicerón en el
pensamiento cristiano, destacándose Ambrosio, Agustín y Tomás de Aquino.
Para Comte-Sponville, la prudencia es una virtud olvidada, sobre
todo por la modernidad, ya que en nuestros días depende menos de la moral que
de la psicología y menos del deber que del cálculo.
Según esto el viraje se da con Kant,
para quien la prudencia se reduce a
un amor inteligente o hábil hacia uno mismo, no condenable pero carente de
valor moral y sin más prescripciones que las meramente hipotéticas.
Y es que el mismo Kant, como nos hace
ver Comte-Sponville, privilegia la verdad por encima de la prudencia. ¿Qué
haría usted si unos asesinos le preguntan si ha escondido en su casa a uno de
sus amigos al que quieren matar?
La máxima kantiana diría que la veracidad es un deber absoluto en
cualquier circunstancia. Sin duda tanto usted como yo mentiríamos: no es
posible aceptar la veracidad como un absoluto, hasta el punto de sacrificar por
él nuestra vida, a nuestros amigos y a nuestros semejantes.AComte-Sponville, André; Paidós |
Ética de la
prudencia
La veracidad a toda costa es lo que
Max Weber llamaba la ética de la convicción, válida para los científicos o para
los religiosos extremistas, pero llevarla a la vida cotidiana, o más aún a la
vida de la política, nos asusta.
Lo que pasa es que en esta modernidad
engañosa (o posmodernidad si usted quiere) hemos aprendido a desconfiar de la
moral, sobre todo si se le confiere un valor absoluto.
Así que en lugar de la ética de la
convicción, preferimos lo que Weber llamaba la ética de la responsabilidad, (y
aquí viene lo más importante) la cual, sin renunciar a sus principios se
preocupa también de las consecuencias previsibles de la acción.
“El camino del infierno está
empedrado de buenas intenciones” es una frase muy popular en México. Y sí, una
buena intención puede conducir a una catástrofe, y la pureza de los móviles
jamás ha bastado para impedir lo peor.
Por el contrario, la ética de la
responsabilidad quiere que respondamos no sólo de nuestras intenciones, sino
también, en la medida de lo posible, de las consecuencias de nuestros actos.
Es mejor mentir que entregar a un amigo. ¿En nombre de quién? En
nombre de la prudencia, que es la justa determinación (para el hombre, por el
hombre) de este mejor.
Es moral aplicada, remata Comte-Sponville, pero ¿cómo sería posible
una moral que no se aplicara? Sin la prudencia, las demás virtudes sólo podrían
llenar el Infierno de buenas intenciones.
La virtud
esencial de los políticos
La prudencia aparece como la esencia
de las virtudes humanas, en su Suma
teológica Tomás de Aquino demuestra
que sin ella, ninguna otra virtud sabría lo que se debe hacer ni cómo alcanzar
el fin al que aspira: el bien.
También para Aristóteles ninguna virtud en acto podría prescindir de la
prudencia. Comte-Sponville a partir de esto nos regala una reflexión que vale
“oro molido” para los políticos:
La prudencia
no reina (la justicia y el amor tienen más valor), pero gobierna. ¿Qué sería de
un reino sin gobierno? No basta con amar la justicia para ser justo, ni amar la
paz para ser pacífico: además es necesario que haya una buena deliberación, una
buena decisión, una buena acción. La prudencia decide y la valentía se ocupa de
llevarlo a cabo.
Y digo que vale “oro molido” porque
en unas cuantas líneas no está dando toda una lección del buen gobierno: justo
y democrático. En esta posmodernidad a la mexicana ¡qué alejados están nuestros
políticos y gobiernos, de la prudencia, de la justicia, del amor y de la
valentía!
Todavía más a fondo, para los
estoicos la prudencia era toda una ciencia: la
ciencia de las cosas que deben hacerse y de las que no deben hacerse. Epicuro
su mayor exponente, en su Carta a
Meneceo decía algo esencial:
La
prudencia, que decide (a través de la comparación de las ventajas y de las desventajas)
qué deseos conviene satisfacer, y con qué medios, es más valiosa incluso que la
propia filosofía, y de ella provienen todas las demás virtudes. ¿Qué
importancia tiene la verdad, si no se sabe vivir? ¿Qué importancia tiene la
justicia si se es incapaz de actuar justamente? ¿Y por qué la íbamos a desear
si no aporta nada?
Hay que ser
cautos: desconfiar
Como usted puede ver amable lector,
en su ensayo sobre la prudencia Comte-Sponville
es breve pero exhaustivo. Nos demuestra que la prudencia de los Antiguos es mucho más que la simple prevención de
los peligros, a lo que estamos acostumbrados los “modernos”.
Y después de citar a Cicerón, a Freud
y nuevamente a Kant, por fin cita a Agustín: la prudencia es el amor que distingue con sagacidad lo que es útil de
lo que es dañino. El amor es la guía, la prudencia la iluminación.
Y vean qué belleza: ¡Ojalá pudiera iluminar también a la misma
humanidad! La prudencia tiene en cuenta el futuro, olvidarlo sería peligroso e
inmoral. Es la paradójica memoria del futuro, lo saben muy bien los padres que
quieren preservar el futuro de sus hijos, no para escribirlo a su gusto, sino
para darles el derecho, y si es posible los medios, de escribirlo ellos mismos.
Y para finalizar con broche de oro
una enorme lección para los políticos que nos mal gobiernan: Cuanto más poder,
más responsabilidades. Su responsabilidad nunca ha sido tan grave, pues no sólo
está en juego nuestra existencia, sino también (debido al progreso de la
técnica y de sus alcances) la de toda la humanidad.
Y a los ciudadanos, víctimas de malos
gobiernos, ¿qué nos queda? Pues también la prudencia, pero en su modalidad de
desconfianza, de cautela (la de Spinoza). No les crea a los malos, pero tampoco
a los que se dicen buenos.
Sobre todo cuando se cacarea
demasiado, también hay que desconfiar de la moral: la moral no es suficiente
para la virtud, también son necesarias la inteligencia y la lucidez.
Bibliografía: Comte-Sponville, André;
Pequeño tratado de grandes virtudes;
Paidós; Barcelona; 2005.
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