Alejandro Mario Fonseca
Hará unos 4 o 5 años cuando visité el Museo Barroco en la
ciudad de Puebla. Me gustó. Si no lo conoce, vaya es una excelente oportunidad
de conocer una de las etapas culturales más ricas de nuestra historia.
Voy a hablar aquí de lo que le falta: una sala dedicada a la
política, al régimen político de la época: el patrimonialismo. Como usted verá,
mutatis mutandis, en esencia el
régimen político actual no ha cambiado mucho, quizás por ello no fue necesario
dedicarle una sala.
El virreinato mexicano fue un modelo de dominación impuesto
por España y por mucho tiempo considerado fiel reflejo de su monarquía absoluta.
Para Octavio Paz* hay una diferencia capital entre el sistema político
novohispano y el de la metrópoli: los grupos que componían a la sociedad
novohispana no tenían representación política nacional y no conocieron las
Cortes, es decir, la forma hispánica de parlamentarismo.
En Nueva España el Estado fuertemente centralizado y con una
burocracia poderosa, conservó los particularismos, el regionalismo y las
jurisdicciones privilegiadas del medioevo: no existía igualdad ante la ley,
había leyes especiales para los diferentes grupos étnicos, para las órdenes
religiosas, comerciantes, etc. El régimen tampoco era feudal, debido a la
propiedad colectiva de la tierra (por parte de las comunidades eclesiásticas y
de los pueblos) y a que los latifundistas dependían estrechamente de la
autoridad central.
* Paz, Octavio.- Sor
Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe.- Edit. Seix Barral,
Barcelona, 1986.
La caracterización de
Octavio Paz
Paz se apoya en Max Weber para caracterizar al régimen
político novohispano como patrimonialista. En cuanto a las relaciones
comerciales, el Estado tenía el derecho de exigir prestaciones o contribuciones
a los particulares, pero el responsable no era el individuo, sino la
corporación.
Existía una compleja red de asociaciones, congregaciones y
cofradías de artesanos; se trata del mercantilismo, cara económica del régimen
político patrimonial: su principal característica es el monopolio lucrativo del
comercio.
La resolución de los conflictos quedaba en manos de la
Audiencia, presidida por el virrey y dominada por los oidores (que dependían
directamente del rey), siendo los dos polos de la justicia la severidad o la
benevolencia: el principio determinante era la gracia, no la legalidad formal.
Para completar el cuadro, tanto la universidad como el
ejército eran instituciones que corresponden al régimen patrimonial: del
ejército profesional estaban excluidos los naturales del país; la educación
aparecía como especialidad de los clérigos y como universitaria, cuya función a
finales del siglo XVIII iba a ser la preparación de la naciente burocracia
moderna, cosa que se vio interrumpida por la rebelión emancipadora.
En suma, el régimen político novohispano era patrimonial: la
dominación del virrey ayudado por sus servidores y allegados; es decir, el
gobierno concebido como la extensión de la casa real.
En efecto, el poder del virrey era el alter ego del monarca, como gobernador general estaba encargado de
la administración y de la marcha del reino, como capitán general dirigía la
administración de los asuntos militares y, como presidente de la Real Audiencia
dirigía la política general de la nación y administraba parcialmente la
justicia.
Los límites del poder
patrimonial en México
Sin embargo, no se trata de un patrimonialismo puro, ya que
la corona también imponía frenos al poder del virrey: virreinatos cortos, la
prohibición de que fueran acompañados por sus familiares a la Nueva España, y
como principal control el juicio de residencia.
Finalmente, tenemos las limitaciones internas al poder del
virrey, además de los poderes regionales, lo que Paz llama “un juego sutil de
balanzas y contrabalanzas”: la Real Audiencia, extensión del Estado español,
que además de compartir el poder judicial del virrey, tenía relación directa
con el rey; y el poder moral y religioso del arzobispo de la ciudad de México.
La fuerza de la herencia colonial es asombrosa, consumada la
Independencia, tras varias décadas de
anarquía se restableció un poder patrimonial. Se le llamó presidencialismo,
porque el modelo fue el de los Estados Unidos de Norteamérica, pero no fue otra
cosa más que un disfraz.
El porfiriato a pesar de sus claroscuros, sería el modelo que
los presidentes desde Ávila Camacho hasta Peña Nieto seguirían hábilmente aunque
apoyados en la ideología de la Revolución y con una aparente limitación: la no
reelección.
Y digo aparente porque si bien los presidentes solamente
durarían en el cargo seis años, tendrían la facultad de designar a su sucesor:
el famoso “tapado”, a todas luces impuesto por el presidente saliente para
darle continuidad al régimen.
Así que los presidentes gobernarían como se les daba la gana,
aunque conservando las apariencias del modelo presidencial. Y lo menos que
podemos decir, es que traicionaron el proyecto revolucionario y poco a poco
fueron aprovechándose de las riquezas del país, y cayendo en la corrupción
desenfrenada de los últimos gobiernos priistas, incluidos los dos de los
panistas.
¿El fin de la
corrupción desenfrenada?
En el régimen político patrimonial la corrupción no existe ya
que el Señor (Rey, Príncipe, Sultán…) es dueño de todo, incluidos los
gobernados que son sus súbditos, es decir están sujetos a las autoridades
políticas, especialmente en las monarquías.
Pero el Señor no por detentar un enorme poder podía desafiar
el bienestar de sus súbditos corrompiéndose, todo lo contrario, su obligación
era la de garantizar su seguridad y velar por ese bienestar. Las monarquías
fueron la máxima expresión del patrimonialismo y fracasaron por descuidar sus
responsabilidades.
Exceptuando a los Jeques árabes que todavía quedan, las
monarquías que sobreviven en Europa son simbólicas y su función es la de mantener la unidad
nacional. Todos han adoptado regímenes modernos, ya sea parlamentarios o
republicanos.
En el México de nuestros días la corrupción también fue la
que dio al traste con el patrimonialismo disfrazado de presidencialismo. En el
fondo la 4 T de AMLO no pretende otra cosa más que la construcción de una verdadera
República Federal, un tipo ideal de dominación legal moderna, para decirlo en
el lenguaje de Max Weber.
Estamos viviendo tiempos de transición histórica y nuestra
obligación como ciudadanos es colaborar en todo aquello que esté a nuestro
alcance: será una transición muy difícil y muy larga.
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