Nueva York: nieve y lodo
Por Marco Antonio Cervantes
Invierno en NY |
Apenas
aterrizo, y esto es lo primero que escribo; estuvimos en Nueva York para el fin
de año. Fueron diez días muy interesantes (y muy fríos) los que nos tocaron
vivir por allá; la noche del 2 de enero llegamos a estar a -20ºC. Para un
mexicano es un suceso extravagante sentir la nieve y usar doble suéter. Sólo el
cine, los cuentos de Navidad y los refrigeradores nos ayudan a comprender eso.
Después
de esa noche las calles de la ciudad empezaron a adquirir un matiz paradójico:
la nieve fue invadida por una grisura expansiva del lodo, las suelas de las
botas, los excrementos de los perros y las llantas de los automóviles. Sobre
las aceras todo se complicó: lodo, hielo, asfalto, turistas y los frenos de los
taxis. La nieve en Nueva York se inventó para que cayera sólo en Central Park.
En
mi mapa sentimental París son las calles donde escribió García Márquez, Ribeyro
y Cortázar, el barrio judío, el comedor de la ciudad universitaria. Londres es
Westminster y es, también, un cuadro de Van Gogh dentro de un museo. Roma la
galería Borghese y la más horrible pizza que he comido en mi existencia. Madrid
es Joaquín Sabina y el “ya no sueña aquel niño que soñó que escribía, Corazón
de María, no me dejes así”. Venecia los canales de agua y luz, la trama de una
novela de Thomas Mann y los anteojos perdidos de Sergio Pitol. El DF es un
torbellino de caos y desorden, mis calles, mis amigos, una sonrisa, los
atardeceres color ladrillo.
Invierno en NY |
¿Y
Nueva York? una esfera de cristal que pegando un ojo se puede ver el inabarcable
Central Park. Es Cristo, un mesero que te regala chiles en vinagre cuando te ve
desconcertado y tiritando de frío.
Es el Museo Metropolitano, un laberinto de
salas llenas de turistas, armaduras y piedras colosales. Es Emi, la chef que
cocina el mejor pescado de Manhattan, y que pregunta por las noticias que
escucha sobre México. Es el Chelsea, Georgevillage o el SoHo, barrios que
parecen pertenecer a otra ciudad menos tumultuosa y turística. Es Pablo, el
repartidor de comida que pese a los vientos de hielo, capaces de romper
cualquier tipo de abrigo, toma su bicicleta y empieza a pedalear cuesta arriba
sorteando todo. Es el Jinete Polaco, una pintura que es de Rembrandt, pero no
es de él, y que está en una residencia alucinante que es visitada por maestros
de literatura que parecen Fitzgerald y mujeres que usan sombreros de Cruella de
Vil. Es Nadia, que vive a mitad de
Manhattan y tiene a su hija inscrita en un jardín de niños de la zona media de
la isla, el cual solicita requisitos inconcebibles para una niña de tan sólo
tres años. Es el olor a hierro de las escaleras del metro. Los sonidos de las
sirenas; el vapor de las coladeras. Es José Martí, García Lorca y Muñoz Molina
recorriendo una ciudad hostil, pero también generosa y delirante. O es Lou
Reed, Bruce Springsteen, Rubén Blades y Leonard Cohen escribiendo tramas de
novelas en formas de canción que tienen como escenografía esas calles. Es la
gente que termina de trabajar de noche, se ajusta el abrigo y se coloca los
audífonos para salir a las calles heladas para escuchar vallenato en el
trayecto hacia el metro y así curarse un poco la soledad de vivir ahí. Nueva
York: la nieve y el lodo.
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