lunes, 20 de diciembre de 2010

Tlatelolco, la paradoja revolucionaria

Por Luis Arellano Mora/ Especial para "Vivir en Tlatelolco"

Ciudad Tlatelolco, 1965
Foto: LIFE en español
A propósito de estas fechas conmemorativas del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución vale recordar el contexto y los motivos con los que fue proyectada la Unidad Habitacional Nonoalco-Tlatelolco. Se cumplían 50 años del inicio del primer movimiento social del siglo XX y el régimen emanado de esa gesta revolucionaria se aprestaba a mostrarse al mundo como el constitutivo de un Estado moderno, inaugurado por Plutarco Elías Calles, que dotaba al país de un crecimiento económico sostenido y de una estabilidad política —eran los “milagrosos “ tiempos del Desarrollo estabilizador—; aunque eso sí, con una buena dosis de autoritarismo y corrupción.

En las postrimerías de su sexenio, el presidente Adolfo López Mateos inaugura, el 21 de noviembre de 1964, una de sus obras más ambiciosas. No es casual que impusiera oficialmente su nombre al complejo urbano. Desde entonces, el edificio insignia de Nonoalco-Tlatelolco, la Torre de Banobras, se erigía orgullosa —a semejanza de las gigantescas torres medievales de la Europa oriental que marcaron la aparición de la burguesía urbana— anunciando el advenimiento de las nuevas clases medias mexicanas, en medio de un horizonte de estable y promisorio desarrollo económico que garantizaba por fin la cristalización del proyecto modernizador de la Revolución de 1910. Constituía —como pregonaba el discurso oficial—“un justo orgullo de la metrópoli y es una pujante demostración del México moderno, vigoroso y progresista que ha creado la Revolución Mexicana”.

Específicamente, Tlatelolco representaba el mejor ejemplo de la solución al problema nacional de la falta de habitación popular con perfiles de dignidad, tarea en la que concurrían por igual la iniciativa privada y el sector público, representado este último por sus instituciones más preciadas: el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE) y el Banco Nacional Hipotecario, Urbano y de Obras Públicas, SA (BNHUOPSA), actualmente Banobras.

Es decir, el Estado de Bienestar en su apogeo proporcionaba un moderno concepto arquitectónico en materia de vivienda multifamiliar, en el que procuró dar albergue —en el sentido amplio de la palabra: vivienda, vías de comunicación, jardines, patios y edificios de recreo y centros educativos— a más de 70 mil personas, población equivalente en esa época a la de las ciudades de Querétaro o Mazatlán.

Su equipamiento urbano consistió originalmente en nueve escuelas primarias con 141 aulas para una población calculada de 7 mil 50 alumnos, una secundaria con 32 salones de clases para mil 110 estudiantes, más 13 guarderías infantiles con 91 aulas para 4 mil 30 niños, rematando con un plantel de nivel medio-superior, la Vocacional 7 del Instituto Politécnico Nacional (IPN), en donde se impartiría educación libre, laica y gratuita, propia de un Estado que aparentemente había logrado separar sus asuntos de la Iglesia.

Asimismo, se dotó a la Unidad de una secretaría de Estado, la de Relaciones Exteriores, desde donde el gobierno promovió los principios que tradicionalmente habían regido la política exterior de México, como el de la Libre Determinación de los Pueblos y su correlativo de No Intervención en los Asuntos Internos de los Estados. Tlatelolco se convirtió en sinónimo de la política exterior mexicana, pues su legado quedó impreso en la firma de innumerables documentos, convenios y tratados de relevancia internacional, entre ellos el de Proscripción de las Armas Nucleares en América Latina, conocido mundialmente como "Tratado de Tlatelolco", el cual estableció el 12 de febrero de 1967 la primera zona desnuclearizada del mundo.

La Revolución Mexicana en contraparte con la Cubana. Se promovía que aún era posible una mejor y más equitativa distribución de la riqueza sin tener que recurrir al “malsano” ejemplo del cambio social, por conducto de una revolución armada radical. El Estado mexicano quería ser ejemplo de ello y se esmeraba en montar la escenografía para ser exhibida al horizonte mundial: el país era ya dueño de sus recursos naturales, había satisfecho las necesidades básicas de su población y se proponía un panorama cultural, para el cual retomó la imagen de una política nacionalista que exaltaba la tradición histórica mexicana mediante un nuevo programa plástico, que —además de contemplar los valores de su herencia indígena— estaría inserto en la vanguardia tecnológica y plástica internacional.

El punto culminante para abrir la ventana al mundo era el 12 de octubre de 1968, con la inauguración de los XIX Juegos Olímpicos... pero todo decayó en desencanto. Lo que hoy vemos que fue exitoso para China, al organizar los Juegos Olímpicos de Beiging 2008, en exhibir a una potencia mundial en ciernes en todos los ámbitos —en lo deportivo, geopolítica, económica y militarmente hablando—, o para Sudáfrica, con el Mundial de Fútbol 2010, con el que logró mostrar una nación unida en su diversidad étnica, para México fue una total frustración.

En la década de los 60 imperaba la “guerra fría” y la paranoia de la conjura comunista hizo presa de las autoridades mexicanas, quienes se habían asumido como el baluarte del mundo libre. En su afán de “salvar las Olimpiadas” de la subversión cayó en excesos. Era increíble que los hijos de la Revolución se rebelaran, que se dejaran “arrastrar por las pasiones personales” que eran “aprovechadas por grupos extremistas que los azuzaron hasta conducirlos a extremos de violencia”.

Gustavo Díaz Ordaz, investido como el abanderado de la Patria, proyecta entonces el Gran Castigo contra los reclamos de su juventud. Bien describe ese momento el escritor Carlos Fuentes. En entrevista con la reportera de Proceso en Madrid, Sanjuana Martínez, el intelectual expuso el 11 de mayo de 2003 su tesis: “La Revolución Mexicana se justificó así misma como todas las revoluciones se legitiman a sí mismas; dictan sus leyes, se establecen. En nuestra Revolución hay que distinguir la ‘etapa armada’, que finalizó hacia 1920, de la ‘etapa de construcción revolucionaria’, que dura desde el régimen de Obregón al de (Plutarco Elías) Calles, al de (Lázaro) Cárdenas, (Miguel) Alemán, (Adolfo) Ruiz Cortines y se empieza a desintegrar con el de (Adolfo) López Mateos, con una especie de pacto en el que el gobierno le dice al pueblo: Te voy a dar educación, comunicaciones, salud, seguridad social, trabajo, desarrollo económico... pero no te voy a dar democracia”.

Continúa y concluye Fuentes: “Entre (Álvaro) Obregón y López Mateos ese pueblo fue educado y, en un momento dado, la juventud de ese pueblo salió a exigir algo más que esas promesas, a exigir las promesas de la libertad, la democracia, la justicia social. ¿Y qué recibió? La bala. La matanza de Tlatelolco. Allí se rompió la legitimidad de la Revolución Mexicana”.

Paradójico: El 13 de agosto de 1521 Tlatelolco se convirtió en la sepultura de la civilización originaria de los mexicas, para —como reza la lápida ubicada en la Plaza de las Tres Culturas— dar paso al “doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy”; y a casi 450 años de distancia se convertiría ¬al decir del recientemente fallecido Carlos Monsiváis¬ en el sitio “de entierro casi formal de la Revolución Mexicana”, para abrir el camino hacia la democracia.

http://codigotlatelolco.blogspot.com

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