I.
Silencio.
El ruido de fuera no podía atravesar el
cristal. La memoria siempre será silenciosa. Como una película antigua silente,
el edificio está construido con recuerdos. Se construye con los primeros besos
de muchas parejas frente al poema de Rosario Castellanos, con algún café de la
tarde junto alguna amistad o simplemente con la visita al recinto para adquirir
cultura general.
Centro
Cultural Universitario Tlatelolco. Edificio apegado al dolor y sangre. Se rinde
culto y luto diariamente. Pareciera que el silencio natural del recinto es
gracias a todo el sufrimiento que se vivió un octubre. Un octubre que no se
olvida. Que está ahí, como el pájaro en el espejo de agua.
El
viento que mueve las hojas del patio parece ser el susurro de aquellas voces que
fueron cortadas con brutalidad. Sin embargo, son voces que retumban con silencio.
La calma marea, adormece.
Un
hombre joven, que no pasa de los treinta años, lee muy quietamente en la
esquina de la cafetería. Sitio que parece cueva. Las sillas y mesas tienen una
bajeza casi liliputiense. La alfombra y la pared de madera dan un aire muy
retro que transporta por el tiempo llegando a los sesenta.
Siempre
atento, el pequeño hombre toma un sorbo de té. Subraya un libro, piensa y
sonríe de vez en cuando. La mirada es triste,
los lentes son grandes y su barba, mal cortada, da contundencia a la
cara que se ve cansada, seria.
Afuera,
se puede escuchar la ciudad en su ajetreo. Se alcanza a escuchar el agua de las
fuentes que están en la entrada del Centro Cultural. Se escucha muy claro cómo
los niños juegan a la pelota muy cerca de la entrada principal. Se escucha el
sonido de la gente bajar las escaleras
de mármol blanco. El mover de trastes
sucios, abrir la caja registradora y preparar cafés en la máquina cafetera que
una mujer con cola de caballo y gorra negra articula con mucha concentración,
rompe de pronto con la quietud. Subversión sonora. Utopía.
El
lector adquiere una pequeña y efímera rutina: De vez en cuando voltea hacía la
salida, esperando algo, o alguien. Ve fijamente las escaleras blancas. El
anhelo se escribe en su rostro. Después, vuelve a la lectura.
El
misterio se mimetiza con el Centro Cultural. Cultura y silencio. Memoria y
Lucha. Contraste y objeción. Todo el
edificio es parte de un ejercicio nemotécnico que hace recordar lo ocurrido anteriormente, salvo
que la sangre, los gritos y la desesperación han quedado borradas y sustituidas
por una calma que gusta de los espíritus nerviosos que buscan un lugar apacible
lejos y cerca a la vez.
Las
horas siguen avanzando. La luz del día
se hace más tenue. Las primeras luces artificiales llenan el espacio
construido en el 66 por Pedro Ramírez Vázquez. Lugar donde quizá muchos jóvenes
pidieron auxilio y protección en ese octubre tan doloroso. Lugar que en 2007 se
constituyo como faro cultural en Tlatelolco.
Edificio que todas las noches lo viste Xipe Totec. Lugar de encuentro,
lugar de memoria.
El
pájaro que se bañaba en el espejo de agua se ha reunido con otros semejantes
que vuelan y brincan muy cerca de la entrada del memorial. A la vista de un ser
humano podría parecer que hay pelea. La luz de la noche mezclada con un neón
rosa proyectan un ritual, que quizá sea para llamar a la lluvia o sólo ser un
simple juego dominical.
La
taza de té parece vacía. La mujer que lavaba platos y atendía a los que
llegaban ahora está sentada leyendo. No hay nadie a quién atender, acompaña al
otro con su lectura. Un gesto humano que implora misericordia.
Un
foco ilumina el cabello del lector, lo hacer ver más interesante. Después de un
rato, cierra el libro de tajo. Mira a su alrededor. Ve el reloj de su muñeca. Parece confundido, disperso. Más serio. Se
levanta con frenesí como si fuera el Apolo 11 enviado en 1969 a conquistar la
luna.
El
joven pasa por el frente de empleada del mostrador, dice gracias con una voz
casi cortada. Pasa por el vestíbulo bajo y sube por las escaleras de mármol para salir
pronto del recinto. Al salir, una bocanada de aire golpea su ropa, su cabello,
sus ojos llorosos. Camina hacía el parque. Se pierde entre la oscuridad, no de
una noche, pero sí de una ausencia, de una espera… de alguien que no llego.
II.
David es un niño de 6 años que gusta de ir a visitar a su abuela
que vive en el edificio Miguel Hidalgo de Tlatelolco. A él le gusta ver,
desde que sale de la estación, los puestos que lo reciben con dulces, chicles y
papitas. También le divierte observar que en las jardineras cercanas al metro
juegan niños a las escondidas, perros que son paseados por sus amos y jóvenes
que juegan futbol.
Teresa, su mamá, usa pantalones de mezclilla, botas y una camisa
de flores, un paliacate en la cabeza adorna su revoltosa y rizada
cabellera. David le agrada usar su chamarra azul cielo que le regalaron,
pantalones como los de su madre y unos zapatitos también de charol que brillan
con la luz del Sol. David piensa que son mágicos, y que lo transporta a
distintos lugares.
Ir con su abuela se convierte en una aventura de la cual David es
partícipe. Cuando camina de la mano de su mamá se percata que el olor a tierra,
arbustos verdes y cemento se vuelven fuertes al pasar por las jardineras y los
grandes pasillos que constituyen Tlatelolco. El pequeño le ha dicho a su
madre que donde vive su abuela es un laberinto lleno de hojas y techos
anaranjados.
Si caminan un poco más, encontrarán un puente de piedra que
conduce a David a una gran montaña azul, la cual, con ayuda de sus zapatos
mágicos podrá subir fácilmente. Le divierte subir por la parte donde no hay
escalones, así su imaginación vuela. Mientras sube mira hacia arriba e imagina
la vida de las personas que habitan los departamentos que se logran ver a lo
lejos. En la punta de la montaña, David le pide a Teresa que lo cargue
para ver los coches pasar en la Avenida Manuel González.
Aún no había Metrobús. La avenida grandísima se llena de bochitos
de todos los colores. Azul, verde, rojo, amarillo, negro. Algunos autos son
modelos más modernos, aunque David no conozca las marcas de autos. Las personas
se ven más chiquitas, como pulgas.
El momento esperado llega con emoción. Es hora de bajar corriendo
el puente de piedra, una montaña imaginada por el niño con zapatos de charol.
David suelta a Teresa con entusiasmo. Teresa le advierte que pise con cuidado.
David no escucha, se le ve feliz por correr de bajada y sentir el frenesí
del aire en el cabello largo y chino.
David espera a su madre. Se asoma al puesto de revistas de un
costado. Las caras de los famosos son casi desconocidas para David. Finge
conocer a todos, y ríe al tratar de imitar las caras de las modelos en una
revista de moda.
Teresa le toma la mano para cruzar hacía el Miguel Hidalgo. En la
jardinera, frente el local del servicio telegráfico, está un anciano que vende
dulces típicos. Sus manos son venosas y llena de arrugas. La joroba le pesa,
como si le pesaran los años. Su suéter café, y su barba blanca, hacen juego con
una cara morena, arrugada por la edad. Unos ojos tristes provocan el
mismo sentimiento a David.
En la barra de concreto, el señor de los dulces expone cocadas
anaranjadas con un tono negro en la superficie; gomitas de rompope amarillas y
llenas de azúcar; tamarindos envueltos en papel celofán; habas cubiertas de
chile piquín, semillas en bolsitas que apenas pueden verse; dulces de leche; jamoncillo...
A David siempre le ha dado mucha tristeza el señor. Imagina que
llega la tarde y el frío hace que el señor se quede congelado en medio de la
jardinera. También piensa que nadie le compra y que espera mucho tiempo
para conseguir el dinero. David siente angustia al ver esos ojos tristes que
imploran unos pesos para su camión de regreso.
Siempre que David va a casa de su abuela, el señor está ahí. Por
eso, desde que vio esos ojos apagados decidió que pasaría con los ojos hacia el
suelo; así no vería la cara sucia y arrugada, y se concentraría en sus
zapatitos de charol.
David pasa junto a su madre por enfrente de donde el señor de los
dulces mexicanos está. Teresa le dice buenas tardes. El señor hace una
reverencia con su cabeza. David pasa sin ver, con la mirada baja. Teresa
y David siguen caminando hacia la entrada del edificio. David voltea para
corroborar que el anciano no llore por no haberle comprado nada, pero lo que
logra ver es a un hombre que le sonríe y le dice adiós con esas manos pesadas...
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