Alejandro Mario Fonseca
En mí artículo anterior inicié un
acercamiento a los conceptos de razón y
racionalidad. Mi interés no es meramente teórico, lo que intento es comprender
cabalmente la exacerbada irracionalidad en la que vivimos.
Si la razón en el sentido más estricto es una actividad intelectual
superior, la función más elevada de la inteligencia, la que establece una
perfecta conexión entre el saber y el obrar. Entonces no solamente se requiere
de preparación y de inteligencia, sino también de congruencia con lo que se dice
y se hace.
Sin embargo, no todas las actividades
humanas se prestan para cumplir con esta máxima del mundo moderno. Por ejemplo
para los que se dedican a la investigación científica no hay mucho problema:
cuentan con conceptos claros y precisos, y con instrumentos muy avanzados que
les garantizan objetividad en sus experimentos.
Esto sucede en el ámbito de las
ciencias naturales, el físico, el químico, el biólogo,… pueden intervenir a
placer sobre los experimentos que realizan; al grado de que hoy en día no
dejamos de asombrarnos con sus sorprendentes avances en todos los campos. Pensemos
tan sólo en las tecnologías modernas de
la comunicación y la información. Además cuentan con una herramienta estratégica:
las matemáticas.
Donald Trump, |
La
racionalidad del científico
Sin embargo, esto no sucede con las
ciencias sociales. El economista, el sociólogo y el científico de la política están
muy limitados en su quehacer científico. Quizás su principal limitación es que
no pueden actuar directamente sobre su ámbito de estudio. Además ni siquiera
cuentan con un aparato conceptual claro y preciso.
Y es que la racionalidad es una forma histórica de estructuración conceptual de la realidad, que
corresponde a lo que la realidad es. Los físicos, los químicos, etc. han podido
contar desde Newton con cuatro conceptos básicos (espacio, materia, tiempo y
movimiento); y desde Einstein con cinco (sumando el concepto de energía) que
les han permitido desarrollar exitosamente sus hipótesis, leyes, modelos, y
teorías científicas.
En las ciencias sociales esto no es
posible. Los conceptos con los que trabajan los politólogos, los economistas y
demás, no son precisos, no son “neutrales”, están cargados de valoración. La objetividad se les dificulta mucho. Por
eso es que hay tantas escuelas, tantos puntos de vista enfrentados.
La
racionalidad del político
Las distintas corrientes políticas se
alinean en torno a valores, que comúnmente llamamos ideologías. Y así es como
tenemos a los liberales, los conservadores, los laboristas, etc. Sus dirigentes
suelen asesorarse por economistas, sociólogos y politólogos afines a sus
ideologías. Unos privilegian la libertad, otros la conservación (seguridad),
otros la igualdad, en fin… También la democracia suele considerase como un
valor, aceptado por casi todos.
Y ya en el terreno de la política
¿cuál debería ser la racionalidad de un político moderno? Para responder esto,
primero hay que delimitar el ámbito del ejercicio político. Y en términos
fuertes (weberianos) estaríamos hablando del Estado moderno como aquella
comunidad humana que, dentro de un determinado territorio (el “territorio” es
el elemento distintivo) reclama para sí el monopolio de la violencia física
legítima.
Y en este contexto, política
significa la aspiración a participar en el poder o influir en la distribución
del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los
distintos grupos de hombres que lo componen.
Pero ese poder de los jefes políticos
es muy difícil de ejercer, porque se materializa en la toma de decisiones,
decisiones que pueden afectar mayor o menormente a las comunidades de que se
trate.
La
racionalidad instrumental
Entonces esa toma de decisiones no es
tan sencilla, el jefe político requiere de equipo, de asesores experimentados,
de administradores especialistas y de medios o instrumentos que le permitan
convencer; y así de esta manera poder llevar adelante sus proyectos e
implementar sus políticas.
Y aquí viene lo más importante. Todo
esto no significa que el jefe político tenga que renunciar a la razón, a la
racionalidad tal como la entendemos en el ámbito de las ciencias. Al contrario,
tiene que ser muy cuidadoso, muy escrupuloso en su trabajo cotidiano. Y lo más
importante, actuar con honradez, rodearse de los mejores colaboradores
posibles, hacerles caso y apegarse estrictamente a la ley: en suma, actuar con
responsabilidad.
Y esto es precisamente de lo que
carecen nuestros actuales jefes políticos, tanto el mexicano como el gringo
loco. No están actuando con responsabilidad. Su “racionalidad” es un
instrumento lleno de mentiras, de verdades a medias, que a falta de una
verdadera ideología, de un verdadero proyecto y de un verdadero interés por el
bienestar social, les sirve para su propio beneficio y el de sus allegados.
Instrumental, la razón se confunde
con el poder y por ahí renuncia a su fuerza crítica, ésta es la última
desmitificación de una crítica de la ideología aplicada a sí misma.
Bibliografía: Weber, Max; Lo política como profesión y Adorno y
Horkheimer; Dialéctica de la Ilustración.
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