Alejandro Mario Fonseca
Nadie en su sano juicio pensaba hace
una semana que la selección mexicana le ganaría a la selección Alemana. El
futbol es así, fue una agradable
sorpresa que a todos nos puso contentos: ojalá y los jóvenes seleccionados
mexicanos se mantengan en esa línea psicológica de ganadores.
Por otra parte, quién en su sano
juicio se iba a imaginar hace un año que Andrés Manuel López Obrador sería un
candidato presidencial que viniendo de dos tremendas derrotas, y además apoyado
por la izquierda “radical”, se perfilaría como el ganador indiscutible en las
elecciones del 2018.
Confieso que yo nunca me lo imaginé.
Lo que me parecía como lo más lógico, era que sucedería algo muy cercano a la
sucesión del año 2000 en que ganó Vicente Fox.
Pensaba que los panistas, con un
Javier Corral o con una Margarita Zavala, y con el apoyo velado del PRI y de la
compra de votos, le ganarían de nueva cuenta a un López Obrador ya cansado y
fastidiado de tanto luchar y luchar.
Pero la política, como el futbol, es
incierta, y la perseverancia combinada con los errores, con la corrupción
desenfrenada de los gobiernos priistas y panistas, y sobre todo, con la postulación
de malos candidatos (que digo malos, muy malos) le abrió el camino del triunfo
a AMLO.
Sin embargo, la analogía más correcta
para la crítica política no es el futbol, sino las carreras de caballos. Y es
que una sucesión presidencial se parece más a una carrera de caballos que a un
partido de futbol.
El mundial y las elecciones 2018. Foto: Foro IV |
El caballo
negro
Un “caballo negro” es un candidato relativamente
desconocido, con poca oportunidad de éxito, que es nominado por un partido
político para un cargo público.
Esta situación se da cuando es
difícil alcanzar consenso en favor de uno de los candidatos principales, por lo
que los electores pueden de repente cambiar su apoyo hacia el “caballo negro” y
hacerlo triunfar.
En la cultura política norteamericana
el “caballo negro” era el que se presentaba en particular en las convenciones
para la nominación del candidato a presidente tanto en el partido demócrata
como en el republicano.
Era un precandidato que perdía las
primeras elecciones pero que al final se imponía, sin embargo, con las reformas
en ambos partidos, en la actualidad es muy poco probable que un “caballo negro”
pueda ser nominado a la presidencia.
El término fue extraído de la novela
de Benjamín Disrraeli “The Young Duke” (1931) que hacía referencia a un
“caballo negro” que nunca era considerado entre los primeros de las listas y
que en cierta ocasión corrió más allá de las tribunas en un triunfo dramático.
(Cfr. Diccionario Electoral 2006 CD)
En México, tradicionalmente los
comentaristas y politólogos hablan del “caballo negro” para referirse a la
sorpresa que significaba el famoso “tapado”. Si el destapado, es decir el
candidato oficial, el que finalmente designaba el presidente resultaba una
verdadera sorpresa, entonces era un “caballo negro”.
Un “caballo
negro” que resultó “candidato cómplice”
Los presidentes más astutos se han
dado el lujo de jugar con varios candidatos haciéndoles creer que van a ser los
designados y al final sorprenden a casi todos. Pero también han habido muchos
candidatos que lo son por suerte, así de incierta es la política.
La historia de los candidatos
priistas está llena de “caballos negros”. Desde Ortiz Rubio, pasando por
Cárdenas y Ávila Camacho; hasta Ruiz Cortines, López Mateos, López Portillo y
Miguel de la Madrid, todos por diversas razones fueron “caballos negros”.
Y no se diga los últimos casos
¿quiénes eran Zedillo, Fox y Calderón antes de ser candidatos? También por
diversas razones los tres fueron grandes sorpresas. Con la designación de Peña
Nieto a favor de Meade la historia se repitió. A José Antonio Meade se lo sacó
Peña prácticamente de la manga, es más ni siquiera es priista, tampoco es
político.
El pasado 29 de noviembre el
actual asesor de Anaya, Jorge Castañeda
calificó a José Antonio Meade como “el candidato de la complicidad” de los
gobiernos de Felipe Calderón y de Enrique Peña Nieto, “los regímenes más
corruptos y sanguinarios” de la historia moderna de México.
En un mensaje que difundió en sus
redes sociales, Castañeda dijo que “lo que debía interesar era saber qué
representaba Meade, quien acababa de renunciar a la Secretaría de Hacienda y
Crédito Público para registrarse como precandidato del PRI a la Presidencia de
la República”.
Tras insistir en que todos los
partidos políticos tenían derecho de elegir a sus candidatos como les diera la
gana, expuso que Meade era un personaje que ocupó cargos de gran importancia en
ambos gobiernos “corruptos y sanguinarios” en los que “no podía no saber lo que
sucedía”.
De “caballo
negro” a “caballo flaco”
Pero Meade más que “caballo negro” o
“candidato cómplice” es un triste “caballo flaco”. Resultó ser el perfecto
candidato perdedor, el de la continuidad.
Pero no solamente de la continuidad
“neoliberal”, es decir de aquél liberalismo despojado del bienestar social, de
aquél que ignora la pobreza, la educación y la salud; sino también de la
continuidad de la violencia, la corrupción y la impunidad.
¿Qué no? Su pobre campaña ha reflejado
todo esto con enorme puntualidad. Y es que se trata, si de un burócrata de muy
alto nivel, pero también al servicio del grupo político para el cual viene
trabajando desde el sexenio panista de Felipe Calderón. Y que en un principio
resultaba ideal para la clase política en el poder.
Y también es, que a todas luces la
clase política que nos mal gobierna le apostó a seguir beneficiándose de la maltrecha democracia que padecemos desde
el año 2000. Y por eso el PAN y al PRD se aliaron, para facilitar la
continuidad, ya sea con un candidato propio o con uno del PRI.
¿Un final
cardiaco?
Pero ahora ambas opciones, la del PRI
con Meade, y la del frente PAN-PRD con Anaya están enfrentadas “a muerte” y la
opción del “voto útil” ya está prácticamente descartada. Ambos grupos políticos
ahora luchan por la sobrevivencia.
Nos guste o no la única alternativa viable
y realmente de oposición resultó ser la
de Andrés Manuel López Obrador, y ahora sorprendentemente todo parece estar a
su favor. Y lo que viene es la última gran batalla: la de las urnas.
Cuando el pasado domingo los
mexicanos disfrutamos de un excelente juego de futbol en el que nuestra
selección resultó victoriosa, también sufrimos un final cardiaco en el que
parecía que de un momento a otro caería un gol alemán.
Esperemos que el próximo 1 de julio
la final en las urnas se aleje lo suficientemente de la corrupción electoral como
para no permitir otro final cardiaco, con un ominoso “haiga sido como haiga
sido” que llevó a Felipe Calderón a la Presidencia de México.
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