Por José Luís Hernández
Jiménez
A los caídos en los
terremotos y sus familiares
Pasaban de las 13 horas del martes 19 de septiembre. Empecé a
enviar, “a mis cuatro o cinco lectores” mi artículo semanal. Lo titulé “El
Grito”. El título alude a la gran fiesta nacional realizada el viernes anterior en todo el país.
Mentalmente refunfuñaba contra el hecho de que a las 11 horas de ese día se había
realizado “un simulacro”, con la alerta sísmica, para conmemorar los 32 años
del terremoto que tanto daño hizo.
“Esos simulacros sirven poco. Aparte de las personas que se
hallan en los inmuebles oficiales, nadie hace caso de ellos; la gente no los
toma en serio. ¿Cuál capacitación?”.
La propaganda dice lo contrario. A las 11 horas lo acababa de
constatar. Se había anunciado que a esa hora sonaría la alerta. Sonó. Cierto,
por curiosidad, salí de mi departamento a mirar cuántos de mis vecinos salían.
Aparte de mí, nadie. Recordé el resultado en edificios públicos: suena la
alarma y los empleados, empezando por los jefes, escuchan, se levantan lentamente, sonríen,
ellas se ponen más bellas, ellos bromean en doble sentido. Varios, nunca todos,
desganados, platicando, sonrientes, se dirigen hacia las puertas de salida, a
los pasillos, patios, calles. Ahí permanecen, chacoteando, bebiendo café,
platicando de lo que sea.
Casi nadie es consciente de lo importante que es participar
en simulacros. Pero eso es lo de menos. Lo de más aparece al día siguiente. Lo
vemos en las noticias. Los gobernantes dicen: “El simulacro fue un éxito. Estamos
preparados para los sismos. Funciona la cultura de protección civil, fomentada
por nuestro gobierno” Y bla bla bla.
Terremoto del 19 de septiembre de 2017 |
Días antes, esos mismos gobernantes se vanagloriaron,
declarando a la prensa (más o menos):“Ya ven, se los dijimos, tan bien hemos
capacitado a los capitalinos contra los sismos que ayer, 7 de septiembre, hubo
saldo blanco,…”. Orondos, no dijeron que un día antes, el 6, la alerta sísmica sonó… ¡por
accidente! Solo se referían a que el
jueves 7, casi a media noche, ocurrió un gran terremoto, de intensidad, técnicamente hablando, mayor
que el de 1985. El de aquel año fue de 8.1 grados y el del jueves 7 fue de 8.2.
Y la Ciudad de México lo resistió. Pero no debido a que estemos mejor
preparados que hace 32 años, sino porque el epicentro del temblor del 7 de septiembre, ocurrió a 700 kilómetros de
la capital (el de 1985 se dio a 300 kilómetros). O sea, nos llegó con menos
fuerza que aquel.
Pero la intensidad del
terremoto del 7 de septiembre pasado fue
tan grande, que lastimó grandes extensiones de los Estados de Chiapas y Oaxaca,
derrumbó miles de viviendas y edificios y mató cientos de personas. A ellos
pegó muy fuerte porque el epicentro de ese sismo les quedó cerca. Acá estábamos
lejos y…casi nos agarró dormidos o por dormir. Se fue la luz y pudimos “mirar”
la fuerza del terremoto. Cuando digo “mirar” es literal y me refiero a eso que
algunos llamaron “luces extrañas” a lo lejos. Como una aurora boreal. Es
energía pura del terremoto. Todos la producen pero solo la podemos mirar cuando
ocurren de noche.
El caso es que, en estas cosas refunfuñaba, al estar enviando
mi artículo, vía internet, este 19 de septiembre, cuando una fuerte sacudida me
sorprendió. Luego otra y otra. Entonces empezó a sonar la alerta sísmica.
Como con el del día 7, al sentir el del 19 de septiembre,
pronto salí de mi departamento, ubicado en un primer piso. Tambaleándonos por las fuertes sacudidas telúricas, los
vecinos chocábamos entre nosotros al bajar. Pero logramos arribar a uno de los
espacios libres. Aún allí, no podíamos sostenernos quietos. Al igual que el día 7, hubo señoras que empezaron
a rezar, niños llorando,…, todos desconcertados.
Minuto y medio después, dejó de temblar. Suspiramos. Volvimos
a nuestro departamento. Algo diferente ocurrió. En mi caso, varias cosas yacían
por el suelo. ¿Por qué? Durante sismos pasados nunca había ocurrido. Ni
siquiera el día 7. De nuevo se había ido la energía eléctrica. Pasaron varios
minutos, una, dos horas. No volvía. Por el teléfono fijo, pues el celular no
tenía señal, empecé a hacer llamadas a familiares y amistades. Todos estaban
bien. Pero ninguno tenía luz. Luego se supo que al menos dos millones de
personas en la capital se habían quedado sin ella. De los que pude llamar nadie
sabía algo sobre los efectos del fuerte temblor.
Una de esas personas, en Guanajuato, ni siquiera sabía que
había temblado. Le pedí encendiera su
televisión, para las noticias. Entonces por el auricular escuché algo de la
realidad: estaban reportando derrumbes en varios lugares de la CDMX. Los
reporteros se oían apanicados. Opté por colgar y salir a la calle. Todo parecía
tranquilo, normal, quizá porque nadie tenía luz eléctrica. En una de tantas
calles recorridas, escuché el reporte de noticias graves por el radio de un
automóvil. Seguí hasta arribar dos colonias lejos. Lo mismo. Mis amistades
tampoco tenían luz. Ni servicio de internet.
Por otro aparato de
radio vehicular escuchamos lo de los derrumbes “en Álvaro Obregón, por la
colonia Roma”. Habrá que ir a apoyar, les dije. ¿Cómo?, preguntaron. Pues llevando
agua, alimentos, medicinas, lo que se pueda.
Opté por trasladarme a la colonia Roma. El servicio del Metro
parecía normal, y era gratis. Desde su estación Niños Héroes, en la colonia
Doctores, hacia la avenida Álvaro Obregón, debe haber medio kilómetro. Aun
llegando a la avenida Cuauhtémoc, donde inicia la Álvaro Obregón y recorriendo
ésta otro kilómetro, buscando indicios del terremoto, nada anormal aparecía.
Dos calles después de cruzar Insurgentes, noté inusual movimiento de gente. A
mi vista aparece un edificio derrumbado, aplastado hacia abajo. Hay curiosos, personas gritando, en medio de
mucho polvo. Alguien grita “ayuden”. Y de pronto me veo siendo parte de una
cadena humana pasándonos uno al otro, piedras de todos tamaños. Llega más gente
a ayudar. Se oyen sirenas de ambulancias. Policías, soldados, marinos. Otro persona
grita “traigan agua para beber”. Entonces dejo mi lugar y voy en busca de agua.
En una tienda sobre Insurgentes tomo varias botellitas de agua. No recuerdo si
las pagué. Pero las llevo hacia donde el derrumbe. Ya hay más gente. Opto por
ir de mirón a otro sitio. Sobre la calle de Ámsterdam hay un edificio que creo,
se derrumbará completo en cualquier momento.
También hay gente mirando y acarreando escombros.
Recorro partes del Centro Histórico; todo parece normal, no
como en 1985 que semejaba una zona bombardeada. Ya es de noche. Regreso a casa.
Ya hay luz. Prendo la tele. Los canales 1, 2 y 3, y sus canales hermanos, parecen
enlazados. Proyectan lo mismo, ruinas y más ruinas y gente ayudando. Las
siguientes 24 horas o más, las tres cadenas de televisión trasmiten permanentemente,
imágenes de ruinas, las mismas ruinas. ¿Por qué no de otros sitios? Llegué a
pensar que su labor era loable, porque estaban informando. Pero no solo eso,
también alarmaban. Entiendo. Han montado su espectáculo. El resultado de sus
transmisiones va a ser catastrófico en la psicología de los televidentes. Ya lo
verán. Y todo por el rating, es decir, por el negocio.
Para ese momento, la tele nada trasmitía de los damnificados de Chiapas y Oaxaca.
Inicia el miércoles. En lugar de acudir a impartir mi clase
de Tai Chi, por el rumbo de Azcapotzalco, voy a Taxqueña y calzada de Tlalpan. Dicen que
se cayó una tienda de autoservicio. Pero lo grave no fue la caída de la tienda,
sino la de un edificio de un multifamiliar ubicado muy cerca de ahí. Me
sorprende más pues, en uno de sus departamentos de un edificio contiguo, habitó
mi buen amigo Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, uno de los líderes
históricos del Movimiento Estudiantil de 1968 (fallecido hace 3 años). El
edificio caído era ocupado por familias completas. Nadie pasa.
Regreso a la Unidad y colonia en que habito, por la zona de
Iztapalapa, a pegar carteles manuscritos, exhortando a que todos vayamos a
apoyar a los damnificados. Urge. Por el Facebook hago lo mismo, y noto que en
las redes sociales hay de todo, hasta mentiras sobre el tema. Tal vez la gente
que me conoce, se anime a ayudar. Me dirijo a ver a familiares para lo mismo;
se trata de ayudar. Llego a la Unidad
Plenitud y noto que ya se organizan para distribuir tortas a los brigadistas.
Luego, con algunos de mis sobrinos pequeños – para que aprendamos juntos que
hay que ayudar en estos casos de emergencia - compramos alcohol, gasas, algodón
para donar a la Cruz Roja. En la zona de Polanco, no hay vestigios del sismo.
Todo normal.
Me dirijo a Azcapotzalco a impartir mi segunda clase de Tai
Chi de los miércoles. Hallo personas sensibles a lo sucedido un día antes,
haciendo lo que pueden para apoyar a los damnificados. Allí tampoco hay rastros
del terremoto, aparte del susto.
De vuelta a casa. En la tele siguen trasmitiendo ruinas y más
ruinas. Y rescates. Pero con el mismo matiz, el bombardeo de alarmismo. Alguna
vez lo confesó en vivo y en directo don Loret de Mola: “mi chamba es
especular”. Un error de un jefe de los
marinos – que luego reconoce y por ello pide perdón a la sociedad, que se fió
de las palabras de un rescatista – sobre
el rescate de una supuesta niña llamada Frida Sofía, de las ruinas de una escuela,
es pretexto para que la tele de nuevo, le de vuelo a su show. Resulta que esa
niña no existió.
El jueves vuelvo a la colonia Roma. Voy rumbo al edificio
caído en Álvaro Obregón. Pero desde la avenida Cuauhtémoc ya es difícil transitar.
Hay mucha gente. Muchos jóvenes de clase media acomodada, creo, por su manera
de vestir. Todos con su casco y sus guantes nuevos, mal dirigiendo el tránsito
y organizando un centro de acopio. A un kilómetro de ahí, en el sitio buscado, también hay más gente. Ya no
pueden ayudar. Son tantos que parece que su entusiasmo solo se amontona. Igual
en otros lugares cercanos. Dígome a mí mismo: Mi mismo, “mucho ayuda el que no
estorba”.
Me retiro. En el camino noto
que hay más edificios acordonados con cinta naranja.
Por el oriente y sur de la ciudad, los estragos del terremoto
parecen mayores. Se sabe que un tren del Metro casi se sale del riel a la
altura del Metro Nopalera. Ello provoca que, por unas horas, se suspenda el
servicio en esa línea, la 12. Luego, solo se restringe el servicio en seis
estaciones.
Hay muchos inmuebles acordonados. Un edificio se cayó en Lomas
Estrella. En gran parte de Iztapalapa y Tláhuac, no hay agua. En el Metro
Taxqueña, un grupo de personas a gritos se vanagloria de haber sacado a
patadas, de San Gregorio, Xochimilco, al Jefe Delegacional, “por llegar tarde a
apoyarlos”. Sí, la gente está muy sensible, no es para menos.
El tren ligero no da servicio regular. El tráfico en Calzada
de Tlalpan, por la caída del edifico en la Unidad del mismo nombre, es un caos.
En las avenidas Acoxpa, Miramontes, Las Torres, el rumbo de la hoy famosa escuela
E. Rebsamen, hay más inmuebles acordonados. Hasta el edificio del IEDF, sufrió desprendimientos
de sus acabados internos.
Con mi pésima memoria en funcionamiento, recuerdo los
estragos del sismo aquel de hace 32 años, cuando, con otras miles de personas,
la tuve que hacer de topo y de rescatista en el caído Centro Histórico, en
Tlatelolco y en el Conalep de Iturbide, y…. El desastre y tragedia que nos dejó
el terremoto de 1985, fue 100 veces peor de lo que ahora he visto en este
terremoto. Sin embargo… (Continuaré)
Notitas: Una.- Que los líderes de los Partidos políticos se condolieron de los
damnificados por los terremotos
recientes y están dispuestos a “donar” una parte de los recursos que la
ley les asigna. Lo que no entienden es que no pueden “donar” lo que no es suyo.
Los recursos que la Constitución les asigna, es dinero de los contribuyentes y
se les entrega, etiquetado. Además, ese dinero estaría listo a mediados del
2018. ¡Qué chistosos, saludan con sombrero ajeno! ¡Bola de oportunistas! Dos.- Que lo que procede (en el marco
del actual esquema legal) es modificar la Constitución – artículo 41 – para que
a los Partidos se les den recursos de acuerdo a los votos obtenidos, y no al
padrón total, y dicha cantidad se multiplique por el 30 por ciento y no por el
65, del Salario Mínimo General. Este cambio en la ley lograría que solo se les
diera el 20 por ciento de lo que están pidiendo. El 80 restante, como 6 mil
millones de pesos, sería para el apoyo a
los damnificados de las entidades federativas afectadas. O de plano, que se
modifique la ley para que los Partidos ya no reciban prerrogativas de origen
público. Y que se rasquen con sus propias uñas. Y que las campañas solo sean
debates entre candidatos. Punto. Tres.- Que si la clase política
encumbrada, quiere donar algo a los damnificados, que los integrantes de los
tres Poderes y de los tres niveles de gobierno, o sea, Magistrados de la
Suprema Corte de Justicia de la Nación y de los Tribunales de Justicia, Jueces,
Senadores, Diputados federales y locales, Presidente de la República,
Gobernadores y Jefe de Gobierno de la CDMX, integrantes de Ayuntamientos, Jefes
Delegacionales, miembros de sus respectivos gabinetes y Servidores Públicos, de
Directores para arriba, Dirigentes de los Partidos Políticos, y Consejeros del
INE y de los “INES” estatales, donen un mes de su salario. Eso sí sería una donación de beneficio inmediato. Hasta
yo les aplaudiría. Cuatro.- Que se
sugiere leer los relatos a) “El día del derrumbe” de don Juan Rulfo (en su
libro “El Llano en Llamas”) y, aunque no le llego ni a los talones a don Rulfo,
b) “El día del temblor” (en mi libro “Cuando correteábamos utopías”). Cinco.- Que a los sobrevivientes de los
temblores y vecinos que les acompañamos, por lo de los terremotos, conviene
hacer ejercicio. Recuerden que las endorfinas
que el cuerpo produce al ejercitarse, reaniman nuestro asustado
cuerpecito. Seis.- Que ¿cómo se
podrá ayudar a los damnificados de Puerto Rico, Islas Vírgenes, Cuba, por el
huracán que los devastó?
Correo E hernandez-jimenez2012@hotmail.com
México, CDMX, a 25 de septiembre del 2017.
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